Confieso que mi primer miedo cuando recibí el desafío de ser directora de segundo grado (año 2000) fue el imaginar qué podían pensar los padres de familia de esas niñas, que su maestra tuviera una condición tan estigmatizada como lo es el enanismo. Y como parte de mis temores, busqué algunos “y si no”… “Y si no alcanzo al tablero, ¿qué hago?”, “Y si no logro manejar un curso de niños de mi tamaño” y muchos otros que, cuando aparecían, se enfrentaban y me fortalecían. Todo eso fue parte de mi proceso de enfrentar y superar los muchos retos que implica no solo tener una condición física, sino también reconocer los propios prejuicios y miedos. Pero siempre supe que Dios me plantó en el lugar donde Él sabía que yo florecería alto; Él escribe en mí, para que luego yo escriba; y lo primero que me regaló fue unas jefas, religiosas, que confiaron en mí, más que yo misma en ese momento, y me dieron el empujón y la confianza necesaria, como se le da a alguien que quiere aprender a montar bicicleta y se suelta para que aprenda a andar solo…
Ser directora de segundo grado fue la mejor experiencia para el resto de mis días, porque esas niñas me sanaron, rescataron y alimentaron a mi niña interior; y no sólo ellas crecieron conmigo, yo también crecí con ellas.
Siempre tuve religiosas y compañeras docentes que me animaban y apoyaban; y el reto del tablero se superó con una escalera, que no sólo yo usaba, sino que también la usaban las niñas; y eso me enseñó que para “crecer, hay que subirse a la silla”; pero no es una silla de madera, ni de ningún otro material; la silla de los sueños, de los “yo sí puedo”, es mental y espiritual. Y eso lo aprendí en la medida en que quise saber ser una buena maestra para ellas.
Los papás nunca se cuestionaron nada, porque sus hijas estaban creciendo sensibles a las necesidades y diferencias de los demás, y más que fijarse en las apariencias, estaban aprendiendo a ver la grandeza y belleza que va por dentro y que se logra percibir cuando se transforma nuestra mirada.
Con el tiempo, pasé de ser maestra de primaria a ser animadora pastoral, y ahora el desafío era acompañar a niños y jóvenes de todas las edades en su crecimiento espiritual, darles a conocer el evangelio y enseñarles a sentir el amor de Dios, que los amó desde que los soñó y los creó.
Los miedos y los “y si…” volvieron, esta vez con más fuerzas y más grandes; porque con el tiempo, enfrentar desafíos es como enfrentar gigantes. Pero cuando comprendo que simplemente tengo que dejar que sea Dios el que actúe y ser coherente entre lo que digo y vivo, todo lo demás se va dando, con tropiezos, errores; que me tumban, me debilitan, pero cuando los supero de la mano de Dios, me dan fortaleza y sabiduría para lo que venga…
Ya la baja de estatura no era la dificultad, sino que además superé una cirugía en la que me tocó volver a aprender a caminar; ahora uso un bastón y no doy clases de pie. Pero muchos de estos jóvenes que hoy acompaño y educo son aquellos a los que he visto crecer, para quienes lo raro se les convirtió en natural; medirse conmigo, es la prueba de que han crecido; hacerme preguntas curiosas de lo que ven, es lo más inocente, sano y espontáneo que puede suceder; verme caminar con torpeza y lentitud los impulsa a darme la mano, y ayudarme a llevar mis cosas. Y los que llegan, se contagian de su mirada y sensibilidad. Para ellos lo que en la calle puede causar morbo o curiosidad, se ha convertido en lo más natural; porque ya tienen una forma de ver diferente.
Desde hace 5 años llegó Alana; ella, como yo, tiene enanismo… y ver a Alana a sus casi 8 años correr, jugar, ser una más en cada uno de los rincones del colegio, me doy cuenta de que algo se ha logrado.
Y cada nuevo año, cuando llegan niños, jóvenes y padres nuevos, no pueden disimular en un primer momento la sorpresa que se llevan cuando ven a una maestra con una condición que en el mundo está tan estigmatizada. Pero casi que enseguida, eso raro con lo que tropiezan sus ojos, se vuelve natural, cuando se dan cuenta de que nadie se fija en ello; que hasta a mí misma se me olvida y que me desenvuelvo en mis labores como lo haría cualquier persona en mi puesto.
Solo cuando me detengo y reflexiono es cuando recuerdo que mido 1,20 de estatura, camino con un bastón y tengo dolores crónicos, pero todo eso ha sido la página en la que Dios ha querido escribir lo que quiere que los demás lean y vean en mí; simplemente me siento demasiado agradecida y satisfecha, porque creo plenamente que, aunque falta mucho por hacer en el mundo y no es nada fácil, sí es posible educar a la sociedad en el respeto, la tolerancia, la inclusión y la dignidad de cualquier persona que tenga alguna condición, porque en este mundo cabemos todos y nuestras diferencias tienen el mismo valor. KR
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